Una historia completa de IQT (Remixes), sobre las noches calenturientas de cumbia en el nuevo Iquitos.
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11.37 p.m. Una enorme banderola fosforescente, colgada entre postes de luz que resguardan - cual guardia pretoriana - la entrada, es la antesala perfecta tras la cual se guarecen motocarristas con su sticker del Che adherido al guardafangos, borrachos de todas las edades, vendedores de comida/cigarrillos/licor. Un anuncio da la bienvenida a la más grande presentación de la temporada, fina cortesía de Pilsen Callao, la campeona de la calidad.
Ingreso, acompañado de mi mancha agustiniana. Las primeras imágenes son heavy: paredes rayadas hasta el paroxismo, portones de metal recargados con colores y texturas indescriptibles, una sensación gomosa, viscosa y resbaladiza en los pisos que no sueles descifrar en la penumbrosa complicidad, el campo abierto de tierra que hace las veces de precario estacionamiento. En medio de todo, una estructura de cemento con cuatro vigas maestras (un hangar) sirve de guarida. Hace bastante calor. Los techos retumban. A mi costado, una enorme fila humana se prepara para pasar por caja y adquirir – a módicos cinco nuevos soles – su dosis semanal de acceso al exceso. Jovencitos corren rumbo al centro nuclear de la fiesta, esperando conseguir el lugar ideal para atinar con lo bueno, lo malo y lo rico de este pampón. Letras naranja-amarillo-verde chillan el santo-seña: Explosión en el Complejo del CNI, tocando El negro Zarcillo y El viejo del sombrerón a través de sus poderosos y ensordecedores parlantes de 50 mil watts de energía sonora (Cualquiera puede quedarse sordo sin darse cuenta, con una mirada extasiada de placer).
Flashback. Dicen que en estos fastos de citaracuy, chimaichi, pandillada y changanacuy, antes que caminar, cada mujer nacida con su pasaporte amazónico estampado en el rostro lo primero que aprende es a bailar. El innato sentido de la cadencia se hereda y transmite de generación en generación. Aquel regalo de los dioses implica, además, un afinado sentido de la orientación y el más grande orgullo de saber que en cualquier fiesta o reunión, en cualquier lugar del mundo, ella tendrá un lugar destacado entre las de destacada actuación (sino, que lo digan cientos de gringos casamenteros que descubrieron las dotes musicales de nuestras señoritas a través de un programita de exportación llamado Videomatchmakers).
Gracias a esa devoción por olvidar las penas y bailar, en las últimas tres décadas se ha parido a Los Zheros, Los Silvers, Pax, Crash, Laser, Fuego, Euforia, Xendra, Sacúmer, D’ Mamey, Kaliente y tantos otros grupos de grata – aunque fugaz – recordación, dignos representantes de un género que ha tenido hijos predilectos de la prehistoria como Orlando Cetraro, Julio “Chispa” Elgegren, Eliseo Reátegui, “Chocho” Alván. ¿El estilo? Siempre bailable, pachanguero y cumbiambero, de la estirpe de Juaneco y su combo y Los Mirlos, que supieron desatar la alegría del respetable con composiciones propias o en aquello que el músico local ha sido siempre diestro: el cover y la movida, de raíces colombianas y sobre todo brasileñas (recuerden a Anita Kholer y Ruth Karina popularizando a finales de los noventa la tecnocumbia, que no era otra cosa que la adaptación de éxitos de grupos brasileños de toada).
Uno nunca podía estar seguro si la calidad de dichas agrupaciones se centraba en sus innegables dotes sonoras o quizás solo pertenecía al subjetivo apego de la moda. Ante la duda sobre la capacidad de definición, estaba el pueblo en muchedumbre cantando y danzando improvisadamente. De ahí adquirieron categoría oficial los bailódromos, palacios del sabor y la cumbia psicodélica, donde emergió el imperio de la música sin aristocracias.
Cada época ha tenido su bailódromo predilecto. Por ejemplo, para todos aquellos que alguna vez usamos desafiantemente camisas a cuadros de franela, jeans de costura rotosa y zapatillas Converse All Star recontra pezuñentas; que escuchábamos Nirvana en walkman negros aunque, por algún inevitable designio del subdesarrollo, calzamos en eso que los racistas del barrio –nunca faltan- llaman desafiantemente clase, es imposible desligar la juerga de una mole de concreto que nos recuerda suavemente al mascachicle, carachamiento y tahuampero Agricobank. Quien diga que no conoce el Agrico y se denomine a sí mismo con total desvergüenza “charapa”, es bambeadito. Hay que dudar de él, declararle la guerra soterradamente.
Ubicado al final de la calle Condamine, era imprescindible señuelo que todo tour turístico debía incluir en su periplo. Por aquel canchón han pasado, sin distinción, todos los personajes que he conocido en mi vida de estudiante (aunque sea de puro sapos); en este gran corazón de bordes ribeteados se divirtieron de todos los modos posibles importantes prohombres y delincuentes, desde la época del gavilán pollero hasta aquella en que Tony Rosado y Kaliente (objeto de culto en el Internet) hacían de las suyas. No sé por qué razón específica, el Agrico fue durante muchos años la primera y más efectiva escuela bilingüe de la ciudad. Los foráneos que conozco (quienes no podían pronunciar una sola palabra en castellano) y se han dado una vuelta por sus turgencias, al final del bailongo nos impresionaban con una perfecta pronunciación de términos tan caros a nuestro anecdotario regional como “chela”, “pucho”, “pichi” “huambra” y, claro está, “cache” (con lenguaje de manos incluido).
Sin embargo, todo tiene su final, nada dura para siempre. Un día, los regentes de un local que se perdía en la bruma nocturna del decrépito José Pardo, disponible para entrenamientos del glorioso club de fútbol y para partidos de tercera división, tuvieron la espectacular decisión de garantizar exclusividad a Explosión cuando el Agrico, en una incompresible y mortal movida económica, tuvo a mal que éstos compartiesen cartel con el grupo Kaliente (imposible, como juntar a Montescos y Capuletos a tomar el té luego de una disputa por tierras). Aquella dirigencia ahora anda mirándote de arriba abajo, con la barriga llena y el corazón muy contento. El Complejo del CNI se entregó a los ídolos del “orgullo amazónico”, mientras el Agricobank inició su lenta pero inexorable extinción.
1.23 a.m. A estas alturas del naciente domingo, el Complejo alberga a bichos y bichitas raras, adolescentes de pantalones holgados, niñitas con jeans y topcitos súper ceñidos, tíos mañosones con trampitas que parecen dar buen caldo, amiguitas que trabajan de empleadas del hogar de día y solo quieren divertirse de noche, gente que baja del Noa o del Adonis, parejas que hacen hora antes de entroncarse en algún matadero de Punchana, chicos UNAP y chicos mashacuris, gentita Rosa de América y gentita Roshaca; llegados a pie, en micro, motocarro, moto o autos último modelo. Seis mil mortales que pueblan las instalaciones de esta minita de oro que ahora los va a poner a gozar (¡pum, laralaralá, pum!)
En esta enorme extensión de terreno - que mis amigos del Comité Cívico “Todos Contra el Ruido” señalan como uno de los focos de contaminación sonora más procaces de la ciudad - se enciende el verdadero espíritu regional. Evidentemente, es un mérito haber transformado el muladar antiguamente dominado por la maleza y el olor a pichanguita en turbo-local preparado para competir y desbancar cualquier atisbo de competencia.
Habría que recomendar a Joselito, a las Aguas y demás líquidos bellos, así como a esas atrevidas agrupaciones norteñas que se alucinan las superestrellas del ambiente chicha, que paren su coche y se dediquen a otra cosa cuando escuchen a Explosión tocando, en el anticipo de esta noche mágica y sensual, un megamix de cumbias estilo La joyita; "esa joya tan preciosa, qué será..."
Explosión puede preciarse de ser, actualmente, el símbolo de consenso que aglutina a los loretanos, los de dentro y los desperdigados alrededor del mundo, con club de fans, incluido un foro de discusión en msngroups (en la que se da rienda suelta a los mensajes de admiración, incluso a la unión amorosa entre miembros). Una leyenda urbana cuenta que no hay nacido en estas tierras que - esté donde esté - deje de tener en su hogar un disco con la música del grupo. Han sido hasta el momento los únicos capaces de generar lealtades superlativas, así como convocar a través de su mismo swing a rivales y enemigos encarnizados.
Fundada en enero de 1998, es obra de la mente alocada y emprendedora de Raúl Flores Chávez, su propietario y gerente (manager, prefiere llamarlo él).
Antes de la celebridad, Flores era accionista de Euforia, hasta que se dio cuenta que las cosas no podían seguir con ese ritmo tan lerdo. Así, se jubiló de una empresa petrolera y el dinero de su liquidación –nada despreciable- lo invirtió en comprar aparatos y conseguir el material humano para conformar la empresa más rentable del medio. Desde entonces, digamos que en los negocios no le ha ido nada mal. Ha sido culpable de que varios grupos de la misma especie quiebren, debido a su voraz talento para las buenas y malas artes del bussiness.
Hay algo evidente: Flores siempre quiere ser el muñeco de la torta. No puede permitirse actitudes segundonas. Mientras bebe con su allegados whisky on the rocks, se le regalan - con lacito y cajita decorada - niñas y mujeres que buscan su plata y sus conexiones. Claro, él sabe lo que hace; por ello es admirado, envidiado y secretamente detestado por un considerable número de ciudadanos. Pero se hace el desentendido, el bacán, el que tiene la última palabra. A mí no terminan de convencerme sus disfuerzos cuando ordena a través de vales que llevan su firma las cervezas que – de docenas en docenas - los paracaidistas le solicitan fruición. Sin embargo, nadie puede negar que mantiene una filosofía de vida muy clara: el grupo que administra está a su servicio para engordar sus cuentas corrientes. No se anda con rodeos y conecta inmediatamente con el gusto mayoritario de la gente que pide ritmo y carne.
Explosión genera una vigorosa industria con su nombre, tanto dentro del Complejo como fuera de él. Todo lo que toca, como el rey Midas, se convierte en dorado (me comentan que una promoción escolar, en una noche gloriosa, logró recaudar más de 26 mil soles líquidos, gracias a esta muy rentable asociación y pudieron ir de viaje de confraternidad a Santiago de Chile por una semana, con papás incluidos). Los puestos de comida, los motocarros con sus máquinas infernales, los nunca bien ponderados hospedajes con espejos en el techo (entre ellos La Sombra, uno y dos, propiedad de mi promo Alfio Reátegui, ahí nomás a la vueltita; con una atención de primera) son consecuencia de este clímax calenturiento, sudoroso, chelero y súper pilas.
Obviamente, ningún suceso podría ser posible sin la presencia del recurso humano, más de 20 personas encargadas de poner el son y la alegría, repartir entradas gratuitas entre amigos y gente que les cae bien, recibir y publicar pedidos de saludos a través de los micrófonos (uno de los símbolos de status más importantes en esta ciudad). Ahí están, entre otros, “Papo” Torres, ingeniero de sonido y animador inspirado; el chato David Núñez, compositor estrella que de día es profesor de arte graduado en la Escuela de Música; el siempre sonriente director musical Eduardo Aguilar (más conocido como el “Negro Colao”); el peluconcito Omar Santos, experto en menear los mechones de su pelo negro crespo y entonar con gallarda simpatía los acordes de Corazón de piedra y Más que un amigo; Herbert Vela y su car’e loco insuperable y “Twinky” Villavicencio, dealer de la tecnología sonora.
Sin embargo, Explosión no existiría sin las Divas con “D” mayúscula. El binomio de oro. El dúo dinámico. Las chicas dinamita: Ofelia Chávez y Bettina Alván. Ellas decretan las leyes del deseo y son las más queridas y admiradas por estos lares. No es para menos.
Bettina, en su frágil motito de setenta centímetros cúbicos, con su cabellera negra larguísima y sus zapatotes taco aguja, posee una simpatía y voz impresionantes, tanto que los exagerados la han comparado con la malograda cantante tex-mex Selena Quintanilla. No; Bettina es única en su género, aunque cuando canta el mix selenino, uno hasta cree que no está en una fiesta charapa sino en un corrido en la frontera México-USA. Sin duda alguna, la hija del recordado hombre-orquesta “Chocho” Alván derrite con su sonrisa, tanto que este modesto escriba se declara desde este instante su fan más entusiasta y militante.
Ofelia Chávez, más aquietada, es reina y señora indiscutida de la canción. Tiene quince años en el oficio y se ha ganado, con justicia, el cetro que encarna. Sus espectaculares piernotas destacan en ese porte de mujer de voz impactante, que lo mismo puede hacer coros o un solo de El Puli, de pandilladas amazónicas o el Toma que toma; "yo tengo un novio/ que me lleva a la bahía/ que me dice vida mía/ que me dice qué calor...". Ofelia está para cosas mayores, tanto que si algún día –Dios no lo quiera- tiene que partir en busca de mejores o más tranquilos horizontes, el grupo se caería inmediatamente.
Pero, ojo, Explosión no se mueve sin las extraordinarias caderas de las bailarinas, las mujeres más apetecibles de la selva peruana. De esta estirpe es Claudia Portocarrero, denominada por su manager y sus amigos como la hija predilecta de la ciudad. La verdad, no existe algún hombre en este terruño, cual fuere su opción sexual, que no haya deseado, siquiera un segundo, poseer esos cuerpecitos imperfectos - marcados por rollitos delatores pero a la vez ricotones. Estas niñas son mujeres-objeto, lo saben bien, pero tiran pa’lante y no se hacen paltas. Una bailarina en Explosión gana muy poco (igual que los músicos) y viendo las ganancias de los propietarios uno no puede sino increparles su tacañería. Sin embargo, ellas ya comen con su mano. Aunque a veces son acompañadas por su mamá o cuando un patita con plata fugaz y motazo acerada las corteja y se pavonea de su conquista, estas diosas del cumbiambeo – licuadoras humanas de siete velocidades - se encargan de recibir lo que piden y decidir hasta dónde está permitido tocar (leyes del mercado, que le dicen). Igual, sigo creyendo como un marido cuernudo en su inocencia, por ello nombro sin pudor a las mejores: Keyla García (la más antigua, sobreviviente de Kaliente y D’Mamey), Alice Vela (mi favorita), Yesenia Pérez, Karen Brito y Jazmín López. De seguro, uno siempre tendrá una de ellas en su mente y su corazón.
3.06 a.m. Unas amiguitas, muy amables y sonrientes, en lo mejor de su colonia Temptation, de su lonpa a la cadera Tayssir, de su chicle Adams globito explotando frente a mis ojos, me muestran la proverbial cordialidad loretana: que mucho gusto amiguito, que son de San Juan, que viven por el fondo de la urba Juan Pablo II, que dos de ellas trabajan con el doctor Monasí y la otra es la hermana, que tiene una hijita bien bonita, que está soltera, que si hay chamba pase la voz, de lo que sea, amiguito, mientras aprietan fuerte el paquete al momento de bailar un medley de cumbia norteña.
Hay que advertir que el Complejo es territorio de guerra, en el más amplio sentido del término. A veces hay broncas memorables, que culminan en la comisaría o con los involucrados brindando abrazados por la reconciliación. Además, las muchachas que entran aquí, cetrinas, virtuosas de la delantera y la trasera, piernonas, papeadas como les gusta a nuestros cholos trabajadores, pacuchas o morenas, las que antes hacían delirar a los choborras en el Monte, el COA o el legendario y temible Paraíso de las Muñecas, son fuertes y se consiguen su propia diversión. Casi parecen groupies, en el agarre de sonidistas, guachimanes y músicos.
La gente sigue a Ofelia, escuchan que es mentiroso ese hombre, es mentiroso, el amor no es solo sexo, al amor no es solo gozo. En lo mejor del tono, como una visión, veo a cientos personas moviéndose compactamente, en cámara lenta, entre chorros de cerveza que emergen como un geiser por todas partes. En ese instante, entiendes que el baile significa algo más que cadencia, ritmo y melodía, es más que un simple movimiento grácil. Cuando te atrapa la música, cuando quedas a merced del talento de los músicos y las bellas voces de las cantantes, cuando se incrusta en tu adrenalina la improvisación de los showmen y penetra en tus ojos el último rincón de las diminutas prendas de las bailarinas, no hay pero que valga. Simplemente disfrutas. La diversión no admite despotismos ni dictaduras, no tolera exclusiones ni racismos. Se observa una profunda democracia nacida del baile, la risa y – cuando se puede – la metida de mano buena onda. La vida tiene sentido porque, irónicamente, suena una canción tan desprovista de sentido – al menos literal – como “el amor es así, como viene se va, a veces te hace feliz, a veces te hace llorar”.
Bailo unas cuantas canciones, incluyendo un set de canciones regionales que incluyen Juanita la supitera, Doña Naty Malafaya y Amor Shegue. Pronto, en medio del frenesí, es el momento en que uno debe aprovechar para atinar con la pareja de turno. Una mano peligrosa que sube a través del muslo posterior y se coloca donde, desde el inicio de la historia, se ha convenido en considerar el destino final del baile como vehículo para el amor, la belleza, la pasión.
5.15 a.m. Empieza a amanecer. Entre gente de todos los aspectos y todas las cantidades de alcohol en el torrente sanguíneo posibles, escucho los acordes del Sentimiento Andino, melodía sinfónica que cierra el show de hoy. Los rumores de la ciudad anuncian que ya es otro día, otra historia, otro trayecto marcado. Embriagado de luces, sudor y alegría, traspaso el portón metálico y rayado de esta mole maciza cargada de emoción y aullidos.
Afuera, sobreviven los desaforados que quieren seguir chupando chela del pico de la botella. El sol se vislumbra detrás de un árbol de mamey. Camino, mirando hacia adelante. Un motocarro pasa por mi lado con un par de chiquillas que gritan con absoluta despreocupación por los chicos que han podido rozar en pleno baile. A ellas también las volveré a ver en unas cuantas horas cuando vuelvan a sentirse en todo su esplendor los parlantes rítmicos del gozo incesante, de la parranda perpetua, del baile interminable.
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11.37 p.m. Una enorme banderola fosforescente, colgada entre postes de luz que resguardan - cual guardia pretoriana - la entrada, es la antesala perfecta tras la cual se guarecen motocarristas con su sticker del Che adherido al guardafangos, borrachos de todas las edades, vendedores de comida/cigarrillos/licor. Un anuncio da la bienvenida a la más grande presentación de la temporada, fina cortesía de Pilsen Callao, la campeona de la calidad.
Ingreso, acompañado de mi mancha agustiniana. Las primeras imágenes son heavy: paredes rayadas hasta el paroxismo, portones de metal recargados con colores y texturas indescriptibles, una sensación gomosa, viscosa y resbaladiza en los pisos que no sueles descifrar en la penumbrosa complicidad, el campo abierto de tierra que hace las veces de precario estacionamiento. En medio de todo, una estructura de cemento con cuatro vigas maestras (un hangar) sirve de guarida. Hace bastante calor. Los techos retumban. A mi costado, una enorme fila humana se prepara para pasar por caja y adquirir – a módicos cinco nuevos soles – su dosis semanal de acceso al exceso. Jovencitos corren rumbo al centro nuclear de la fiesta, esperando conseguir el lugar ideal para atinar con lo bueno, lo malo y lo rico de este pampón. Letras naranja-amarillo-verde chillan el santo-seña: Explosión en el Complejo del CNI, tocando El negro Zarcillo y El viejo del sombrerón a través de sus poderosos y ensordecedores parlantes de 50 mil watts de energía sonora (Cualquiera puede quedarse sordo sin darse cuenta, con una mirada extasiada de placer).
Flashback. Dicen que en estos fastos de citaracuy, chimaichi, pandillada y changanacuy, antes que caminar, cada mujer nacida con su pasaporte amazónico estampado en el rostro lo primero que aprende es a bailar. El innato sentido de la cadencia se hereda y transmite de generación en generación. Aquel regalo de los dioses implica, además, un afinado sentido de la orientación y el más grande orgullo de saber que en cualquier fiesta o reunión, en cualquier lugar del mundo, ella tendrá un lugar destacado entre las de destacada actuación (sino, que lo digan cientos de gringos casamenteros que descubrieron las dotes musicales de nuestras señoritas a través de un programita de exportación llamado Videomatchmakers).
Gracias a esa devoción por olvidar las penas y bailar, en las últimas tres décadas se ha parido a Los Zheros, Los Silvers, Pax, Crash, Laser, Fuego, Euforia, Xendra, Sacúmer, D’ Mamey, Kaliente y tantos otros grupos de grata – aunque fugaz – recordación, dignos representantes de un género que ha tenido hijos predilectos de la prehistoria como Orlando Cetraro, Julio “Chispa” Elgegren, Eliseo Reátegui, “Chocho” Alván. ¿El estilo? Siempre bailable, pachanguero y cumbiambero, de la estirpe de Juaneco y su combo y Los Mirlos, que supieron desatar la alegría del respetable con composiciones propias o en aquello que el músico local ha sido siempre diestro: el cover y la movida, de raíces colombianas y sobre todo brasileñas (recuerden a Anita Kholer y Ruth Karina popularizando a finales de los noventa la tecnocumbia, que no era otra cosa que la adaptación de éxitos de grupos brasileños de toada).
Uno nunca podía estar seguro si la calidad de dichas agrupaciones se centraba en sus innegables dotes sonoras o quizás solo pertenecía al subjetivo apego de la moda. Ante la duda sobre la capacidad de definición, estaba el pueblo en muchedumbre cantando y danzando improvisadamente. De ahí adquirieron categoría oficial los bailódromos, palacios del sabor y la cumbia psicodélica, donde emergió el imperio de la música sin aristocracias.
Cada época ha tenido su bailódromo predilecto. Por ejemplo, para todos aquellos que alguna vez usamos desafiantemente camisas a cuadros de franela, jeans de costura rotosa y zapatillas Converse All Star recontra pezuñentas; que escuchábamos Nirvana en walkman negros aunque, por algún inevitable designio del subdesarrollo, calzamos en eso que los racistas del barrio –nunca faltan- llaman desafiantemente clase, es imposible desligar la juerga de una mole de concreto que nos recuerda suavemente al mascachicle, carachamiento y tahuampero Agricobank. Quien diga que no conoce el Agrico y se denomine a sí mismo con total desvergüenza “charapa”, es bambeadito. Hay que dudar de él, declararle la guerra soterradamente.
Ubicado al final de la calle Condamine, era imprescindible señuelo que todo tour turístico debía incluir en su periplo. Por aquel canchón han pasado, sin distinción, todos los personajes que he conocido en mi vida de estudiante (aunque sea de puro sapos); en este gran corazón de bordes ribeteados se divirtieron de todos los modos posibles importantes prohombres y delincuentes, desde la época del gavilán pollero hasta aquella en que Tony Rosado y Kaliente (objeto de culto en el Internet) hacían de las suyas. No sé por qué razón específica, el Agrico fue durante muchos años la primera y más efectiva escuela bilingüe de la ciudad. Los foráneos que conozco (quienes no podían pronunciar una sola palabra en castellano) y se han dado una vuelta por sus turgencias, al final del bailongo nos impresionaban con una perfecta pronunciación de términos tan caros a nuestro anecdotario regional como “chela”, “pucho”, “pichi” “huambra” y, claro está, “cache” (con lenguaje de manos incluido).
Sin embargo, todo tiene su final, nada dura para siempre. Un día, los regentes de un local que se perdía en la bruma nocturna del decrépito José Pardo, disponible para entrenamientos del glorioso club de fútbol y para partidos de tercera división, tuvieron la espectacular decisión de garantizar exclusividad a Explosión cuando el Agrico, en una incompresible y mortal movida económica, tuvo a mal que éstos compartiesen cartel con el grupo Kaliente (imposible, como juntar a Montescos y Capuletos a tomar el té luego de una disputa por tierras). Aquella dirigencia ahora anda mirándote de arriba abajo, con la barriga llena y el corazón muy contento. El Complejo del CNI se entregó a los ídolos del “orgullo amazónico”, mientras el Agricobank inició su lenta pero inexorable extinción.
1.23 a.m. A estas alturas del naciente domingo, el Complejo alberga a bichos y bichitas raras, adolescentes de pantalones holgados, niñitas con jeans y topcitos súper ceñidos, tíos mañosones con trampitas que parecen dar buen caldo, amiguitas que trabajan de empleadas del hogar de día y solo quieren divertirse de noche, gente que baja del Noa o del Adonis, parejas que hacen hora antes de entroncarse en algún matadero de Punchana, chicos UNAP y chicos mashacuris, gentita Rosa de América y gentita Roshaca; llegados a pie, en micro, motocarro, moto o autos último modelo. Seis mil mortales que pueblan las instalaciones de esta minita de oro que ahora los va a poner a gozar (¡pum, laralaralá, pum!)
En esta enorme extensión de terreno - que mis amigos del Comité Cívico “Todos Contra el Ruido” señalan como uno de los focos de contaminación sonora más procaces de la ciudad - se enciende el verdadero espíritu regional. Evidentemente, es un mérito haber transformado el muladar antiguamente dominado por la maleza y el olor a pichanguita en turbo-local preparado para competir y desbancar cualquier atisbo de competencia.
Habría que recomendar a Joselito, a las Aguas y demás líquidos bellos, así como a esas atrevidas agrupaciones norteñas que se alucinan las superestrellas del ambiente chicha, que paren su coche y se dediquen a otra cosa cuando escuchen a Explosión tocando, en el anticipo de esta noche mágica y sensual, un megamix de cumbias estilo La joyita; "esa joya tan preciosa, qué será..."
Explosión puede preciarse de ser, actualmente, el símbolo de consenso que aglutina a los loretanos, los de dentro y los desperdigados alrededor del mundo, con club de fans, incluido un foro de discusión en msngroups (en la que se da rienda suelta a los mensajes de admiración, incluso a la unión amorosa entre miembros). Una leyenda urbana cuenta que no hay nacido en estas tierras que - esté donde esté - deje de tener en su hogar un disco con la música del grupo. Han sido hasta el momento los únicos capaces de generar lealtades superlativas, así como convocar a través de su mismo swing a rivales y enemigos encarnizados.
Fundada en enero de 1998, es obra de la mente alocada y emprendedora de Raúl Flores Chávez, su propietario y gerente (manager, prefiere llamarlo él).
Antes de la celebridad, Flores era accionista de Euforia, hasta que se dio cuenta que las cosas no podían seguir con ese ritmo tan lerdo. Así, se jubiló de una empresa petrolera y el dinero de su liquidación –nada despreciable- lo invirtió en comprar aparatos y conseguir el material humano para conformar la empresa más rentable del medio. Desde entonces, digamos que en los negocios no le ha ido nada mal. Ha sido culpable de que varios grupos de la misma especie quiebren, debido a su voraz talento para las buenas y malas artes del bussiness.
Hay algo evidente: Flores siempre quiere ser el muñeco de la torta. No puede permitirse actitudes segundonas. Mientras bebe con su allegados whisky on the rocks, se le regalan - con lacito y cajita decorada - niñas y mujeres que buscan su plata y sus conexiones. Claro, él sabe lo que hace; por ello es admirado, envidiado y secretamente detestado por un considerable número de ciudadanos. Pero se hace el desentendido, el bacán, el que tiene la última palabra. A mí no terminan de convencerme sus disfuerzos cuando ordena a través de vales que llevan su firma las cervezas que – de docenas en docenas - los paracaidistas le solicitan fruición. Sin embargo, nadie puede negar que mantiene una filosofía de vida muy clara: el grupo que administra está a su servicio para engordar sus cuentas corrientes. No se anda con rodeos y conecta inmediatamente con el gusto mayoritario de la gente que pide ritmo y carne.
Explosión genera una vigorosa industria con su nombre, tanto dentro del Complejo como fuera de él. Todo lo que toca, como el rey Midas, se convierte en dorado (me comentan que una promoción escolar, en una noche gloriosa, logró recaudar más de 26 mil soles líquidos, gracias a esta muy rentable asociación y pudieron ir de viaje de confraternidad a Santiago de Chile por una semana, con papás incluidos). Los puestos de comida, los motocarros con sus máquinas infernales, los nunca bien ponderados hospedajes con espejos en el techo (entre ellos La Sombra, uno y dos, propiedad de mi promo Alfio Reátegui, ahí nomás a la vueltita; con una atención de primera) son consecuencia de este clímax calenturiento, sudoroso, chelero y súper pilas.
Obviamente, ningún suceso podría ser posible sin la presencia del recurso humano, más de 20 personas encargadas de poner el son y la alegría, repartir entradas gratuitas entre amigos y gente que les cae bien, recibir y publicar pedidos de saludos a través de los micrófonos (uno de los símbolos de status más importantes en esta ciudad). Ahí están, entre otros, “Papo” Torres, ingeniero de sonido y animador inspirado; el chato David Núñez, compositor estrella que de día es profesor de arte graduado en la Escuela de Música; el siempre sonriente director musical Eduardo Aguilar (más conocido como el “Negro Colao”); el peluconcito Omar Santos, experto en menear los mechones de su pelo negro crespo y entonar con gallarda simpatía los acordes de Corazón de piedra y Más que un amigo; Herbert Vela y su car’e loco insuperable y “Twinky” Villavicencio, dealer de la tecnología sonora.
Sin embargo, Explosión no existiría sin las Divas con “D” mayúscula. El binomio de oro. El dúo dinámico. Las chicas dinamita: Ofelia Chávez y Bettina Alván. Ellas decretan las leyes del deseo y son las más queridas y admiradas por estos lares. No es para menos.
Bettina, en su frágil motito de setenta centímetros cúbicos, con su cabellera negra larguísima y sus zapatotes taco aguja, posee una simpatía y voz impresionantes, tanto que los exagerados la han comparado con la malograda cantante tex-mex Selena Quintanilla. No; Bettina es única en su género, aunque cuando canta el mix selenino, uno hasta cree que no está en una fiesta charapa sino en un corrido en la frontera México-USA. Sin duda alguna, la hija del recordado hombre-orquesta “Chocho” Alván derrite con su sonrisa, tanto que este modesto escriba se declara desde este instante su fan más entusiasta y militante.
Ofelia Chávez, más aquietada, es reina y señora indiscutida de la canción. Tiene quince años en el oficio y se ha ganado, con justicia, el cetro que encarna. Sus espectaculares piernotas destacan en ese porte de mujer de voz impactante, que lo mismo puede hacer coros o un solo de El Puli, de pandilladas amazónicas o el Toma que toma; "yo tengo un novio/ que me lleva a la bahía/ que me dice vida mía/ que me dice qué calor...". Ofelia está para cosas mayores, tanto que si algún día –Dios no lo quiera- tiene que partir en busca de mejores o más tranquilos horizontes, el grupo se caería inmediatamente.
Pero, ojo, Explosión no se mueve sin las extraordinarias caderas de las bailarinas, las mujeres más apetecibles de la selva peruana. De esta estirpe es Claudia Portocarrero, denominada por su manager y sus amigos como la hija predilecta de la ciudad. La verdad, no existe algún hombre en este terruño, cual fuere su opción sexual, que no haya deseado, siquiera un segundo, poseer esos cuerpecitos imperfectos - marcados por rollitos delatores pero a la vez ricotones. Estas niñas son mujeres-objeto, lo saben bien, pero tiran pa’lante y no se hacen paltas. Una bailarina en Explosión gana muy poco (igual que los músicos) y viendo las ganancias de los propietarios uno no puede sino increparles su tacañería. Sin embargo, ellas ya comen con su mano. Aunque a veces son acompañadas por su mamá o cuando un patita con plata fugaz y motazo acerada las corteja y se pavonea de su conquista, estas diosas del cumbiambeo – licuadoras humanas de siete velocidades - se encargan de recibir lo que piden y decidir hasta dónde está permitido tocar (leyes del mercado, que le dicen). Igual, sigo creyendo como un marido cuernudo en su inocencia, por ello nombro sin pudor a las mejores: Keyla García (la más antigua, sobreviviente de Kaliente y D’Mamey), Alice Vela (mi favorita), Yesenia Pérez, Karen Brito y Jazmín López. De seguro, uno siempre tendrá una de ellas en su mente y su corazón.
3.06 a.m. Unas amiguitas, muy amables y sonrientes, en lo mejor de su colonia Temptation, de su lonpa a la cadera Tayssir, de su chicle Adams globito explotando frente a mis ojos, me muestran la proverbial cordialidad loretana: que mucho gusto amiguito, que son de San Juan, que viven por el fondo de la urba Juan Pablo II, que dos de ellas trabajan con el doctor Monasí y la otra es la hermana, que tiene una hijita bien bonita, que está soltera, que si hay chamba pase la voz, de lo que sea, amiguito, mientras aprietan fuerte el paquete al momento de bailar un medley de cumbia norteña.
Hay que advertir que el Complejo es territorio de guerra, en el más amplio sentido del término. A veces hay broncas memorables, que culminan en la comisaría o con los involucrados brindando abrazados por la reconciliación. Además, las muchachas que entran aquí, cetrinas, virtuosas de la delantera y la trasera, piernonas, papeadas como les gusta a nuestros cholos trabajadores, pacuchas o morenas, las que antes hacían delirar a los choborras en el Monte, el COA o el legendario y temible Paraíso de las Muñecas, son fuertes y se consiguen su propia diversión. Casi parecen groupies, en el agarre de sonidistas, guachimanes y músicos.
La gente sigue a Ofelia, escuchan que es mentiroso ese hombre, es mentiroso, el amor no es solo sexo, al amor no es solo gozo. En lo mejor del tono, como una visión, veo a cientos personas moviéndose compactamente, en cámara lenta, entre chorros de cerveza que emergen como un geiser por todas partes. En ese instante, entiendes que el baile significa algo más que cadencia, ritmo y melodía, es más que un simple movimiento grácil. Cuando te atrapa la música, cuando quedas a merced del talento de los músicos y las bellas voces de las cantantes, cuando se incrusta en tu adrenalina la improvisación de los showmen y penetra en tus ojos el último rincón de las diminutas prendas de las bailarinas, no hay pero que valga. Simplemente disfrutas. La diversión no admite despotismos ni dictaduras, no tolera exclusiones ni racismos. Se observa una profunda democracia nacida del baile, la risa y – cuando se puede – la metida de mano buena onda. La vida tiene sentido porque, irónicamente, suena una canción tan desprovista de sentido – al menos literal – como “el amor es así, como viene se va, a veces te hace feliz, a veces te hace llorar”.
Bailo unas cuantas canciones, incluyendo un set de canciones regionales que incluyen Juanita la supitera, Doña Naty Malafaya y Amor Shegue. Pronto, en medio del frenesí, es el momento en que uno debe aprovechar para atinar con la pareja de turno. Una mano peligrosa que sube a través del muslo posterior y se coloca donde, desde el inicio de la historia, se ha convenido en considerar el destino final del baile como vehículo para el amor, la belleza, la pasión.
5.15 a.m. Empieza a amanecer. Entre gente de todos los aspectos y todas las cantidades de alcohol en el torrente sanguíneo posibles, escucho los acordes del Sentimiento Andino, melodía sinfónica que cierra el show de hoy. Los rumores de la ciudad anuncian que ya es otro día, otra historia, otro trayecto marcado. Embriagado de luces, sudor y alegría, traspaso el portón metálico y rayado de esta mole maciza cargada de emoción y aullidos.
Afuera, sobreviven los desaforados que quieren seguir chupando chela del pico de la botella. El sol se vislumbra detrás de un árbol de mamey. Camino, mirando hacia adelante. Un motocarro pasa por mi lado con un par de chiquillas que gritan con absoluta despreocupación por los chicos que han podido rozar en pleno baile. A ellas también las volveré a ver en unas cuantas horas cuando vuelvan a sentirse en todo su esplendor los parlantes rítmicos del gozo incesante, de la parranda perpetua, del baile interminable.